Afirmar al prójimo sin dejar de afirmarse a sí mismo



La actitud transmigratoria de la personalidad que va recorriendo las cosas y siendo cada una de ellas durante un rato es el don más delicado del hombre. Cuando éste es fuerte, no teme que le suceda eso que llaman perder la personalidad. Seguro de no disolverse en lo ajeno, se lanza a la aventura de trashumar por todos los corazones, y hecha la presa vuelve a sí mismo, como el halcón al puño. En nuestro país no es uso vivir así, abierto a todos los vientos. Casi todas las gentes parecen atormentadas por la sospecha de que alguien va a venir y les va a arrebatar su ser –este menudo pensamiento, esta pequeña fortuna, este puestecillo en la jerarquía política o académica. Y toda su vida se convierte en una táctica defensiva contra los demás, compuesta de odio, de acritud, de maledicencia, de intriga, de fraude.

¡Cuan pocos son los que se dan el lujo de no ocuparse en la propia defensa! Conforme vamos viviendo nos convencemos más de que casi todas las maldades que en nuestra sociedad se cometen –y apenas si se hace otra cosa que cometerlas– proceden de debilidad. Los individuos se sienten débiles ante la existencia; ¿qué van a hacer? No tienen bastante para sí mismos, ¿cómo van a regalarse a los demás? ¿Cómo van a ser justos, a ser entusiastas? Esto supone tener fuerzas de sobra para afirmar al prójimo sin dejar de afirmarse a sí mismo.

José Ortega y Gasset, La mirada castellana procede con tacto

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